sordos

Hubo un tiempo en que cada cosa era nombrada de forma inequívoca por una palabra. Las palabras entonces- ya lo he dicho alguna vez- tenían nostalgia del cuerpo. De este lenguaje fundacional, único y verdadero han dado cumplida cuenta Steiner y tantos otros. Luego vino la torre de Babel y el mundo quedó sumido en la confusión, las palabras dejaron de iluminar y los hombres comenzaron a señalar la distinción entre ellas y los hechos, afirmando que el milagro había concluido.
Hace unos días, por razones laborales, he tenido que mediar entre la administración a la que pertenezco y una familia gitana que se niega a un implante para su pequeño hijo de tres años, sordo de nacimiento.
— Ven a verlo, merece la pena, me decían las profesoras del colegio.
— No hay necesidad, estoy convencido de la bondad de intentarlo, decía yo parapetado tras las seudoobligaciones de gestión.
No sabía lo que me estaba perdiendo. Llevado por el destino estuve un par de horas con la criatura mientras trabajaba con la persona que le conectaba al mundo.
Extendido sobre la mesa un cuento de animales en un pequeña granja, atrapaba el conejo y lo nombraba con un signo de sus manos. Luego el perro, la vaca, el gallo, el caballo y el pájaro. Finalmente su propio nombre.
Era tal la fuerza con la que lo hacía, la alegría que despedía su rostro con cada acierto, la plenitud de su ser en el encuentro que fue como ir al circo de la mano de mi padre cuando era yo mismo pequeño. Pocos espectáculos tan hermosos tengo guardados en mi memoria. Algún amanecer, el sol del otoño. Poca cosa.
Quizás no sea tan listo como te parece, me dijo la profesora. Quizás solo tenga que ver con la necesidad que tenía de comunicarse. Nadie puede vivir sin hacerlo. Esta claro, concluyó bajando vergonzosamente su cara de maestra.
Y yo salí de allí, como el que hubiera estado en el paraiso.

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