La mayor parte de los lectores somos malos compradores, o ese es el reproche común que se nos hace. Compramos de más. Agigantamos los espacios cotidianos destinados a los libros, compramos con los ojos y nos perdemos con los suplementos como los caballeros con las rubias. Somos carne de cañón, dicen en casa.
Compramos porqué siempre hemos tenido ganas de leer eso, porqué nos gusta mucho la edición, porque hay que apoyar, o porqué tenemos que leer ese libro. No podemos permitirnos el lujo de no haber leído tal o cúal cosa. Esos son los peores.
No hay peor cosas que seguir manejando obligaciones, sin poner coto a la culpa. Sobre el deber se ha escrito mucho y es mejor dejarlo no sea que demos tambien en comprar sobre la materia y sea peor el remedio que la enfermedad. Que hagamos un pan con una hostias, vamos.
Leyendo la aparición de un trabajo sobre Martín de Riquer me dí cuenta el otro día que nunca había abierto su refelexión sobre El Quijote y que se trataba de un ejemplo sobre la cantidad de libros que tengo en el apartado de lo que tengo que leer, que decíamos antes. Bueno pues nada, voy a la estantería cervantina, tomo el volumen me leo el último capítulo sobre Avellaneda, buenísimo. Leo el prológo de Dámaso Alonso y buenísimo. Curioseo con el apartado de las novelas de caballerías y me encuentro con California y la Patagonia, me engancho con … y me leo entero el libro durante el fin de semana con un placer que solo un lector, conoce en las tierras vírgenes del domingo por la tarde.
Me dan ganas de salir corriendo hasta mis allegados, agarrarlos por la solapa, cantarles las bonanzas del comprar y comprar, empezar a vivir dentro de los límites de nuestra querida biblioteca. Pasado un rato decido guardar silencio y dejarlo caer en esta pequeña botella semanal que lanzo delicadamente a orillas del oceáno.