Entonces, los periódicos que se preciaban tenían un columnista. En el que yo trabajé algunos años de joven era Umbral, y de la cosa de internacional, Jimenez Lozano. No estaba mal. Umbral mandaba la columna desde Madrid y venía mucho por la casa, donde escribía por la mañana, a la hora en que el monstruo de la rotativa parecía haber entrado en coma. Era cariñoso y cordial y a diferencia de lo que decían escribía como el que estuviera picando piedra, con un esfuerzo y dedicación digna de un artesano. Lozano siempre andaba corrigiendo sobre lo escrito, como si estuviera en duda permanente y las palabras no le obedecieran por despecho. Lo dos eran buenos. Si nos fueran porqué son recuerdos yo me atrevería a decir que eran muy buenos.
El columnista es el encargado de recordar al lector su valor intrínseco. Ante lo escrito el lector siente que eso mismo pensaba él, que estaba a punto de pensarlo, que le han leído el pensamiento, y se queda allí mirando como si se hubiera vuelto a encontrar con un amigo muy querido. El columnista va con un candil iluminando las estancias, avisando que ha llegado la luz y el día está por gastar, como si fuera un duro. El columnista es alguién la de la íntima familia con la que cada cual vamos afrontando las ofensas de la vida. Un períodico sin columnista es como una iglesia sin bendecir que dijo Rosales sobre otro asunto.
En esta època huérfana de columnistas, y empachada de opinadores, el otro día se despidió – por un ratito espero- Eric González un tipo de raza al que yo seguía en sus entrañables aproximaciones al fútbol del viejo continente. Entrañable por su capacidad de llegar a las entrañas, a las leyes profundas del juego, a la emoción del que lo juega y del que lo mira apasionadamente. A mí, cuando le veía en el periódico, se me alegraba la cara, me remangaba el alma y me tiraba a la columna como en el primer baño playero de cada año.
Sepa usted, columnista, que me ha dejado muy buen cuerpo.