Mi padre trabajó durante la construcción del pantano de Riaño en tareas de expropiación. Buscó ajustar lo que cuesta que te cambien de mundo. Cuanto valen los recuerdos, el mapa de la infancia, la tienda de ultramarinos, el taxi. Eso. Debió conocer a todos los sinverguenzas de la zona, y a una parte de su buena gente. Conoció con seguridad sus historias y sucedidos. Las leyendas. Las líneas maestras de los personajes que tanto le gustaban. Bebió en las últimas fuentes de un mundo que se iba. El que era un magnífico contador se empachó con tantos cuentos. No las ecribió. Tampoco le oí mucho hablar aquello. La muerte le sorprendió segurantemente en plena digestión del atracón de historias.
Cada año al llegar, el invierno, busco en mi biblioteca un libro amarillo, muy bonito, editado por Ollero y Ramos y firmado por Luis Mateo Díez: la ruina del cielo. Estan allí las voces de los muertos andando por el frío, las copas de aguardiente, las tagarninas, los ámbitos, los animales, la nieve y las madrugadas de hielo. Están en el libro los mundos que mi padre debió ver desfilar desde su habitación del hotel moderno.
Yo creo que para eso sirven bien los escritores. Para contar lo que otros debieron haber contado.
Sin Mateo Díez es posible que yo no hubiera sido capaz de tirarme , una vez más, a la difícil piscina del invierno. Es decir, que podía estar muerto. Como tantos. A fin de cuentas «La Ruina del Cielo» no es mas que bello obituario. Al editor le hubiera gustado mucho publicarlo. Disfrutar de arriesgar por un autor desconocido con el que mereciera la pena perder el dinero. No como otros, pero no era el caso.