Paso el final de estas tardes frente al nacimiento, todo apagado menos sus luces, oyendo algún concierto fácil y conocido. Me muevo entre las figuars del Belén y casi siempre alguna me atrapa, me lleva hasta ella y me cuenta su historia; mensajes del otro lado, gotas de rocio sobre la levedad del uno mismo.
Veo a San José cerca de la mula, inclinado hacia adelante, buscando la cara del niño, me imagino que deseando una sonrisa, que todas se las lleva la madre, dice entre dientes.
Por tres veces aquel carpintero cabal, mayor, casi viejo, recibió la visita de los ángeles. Cada visita, la posibilidad de un infarto. La luz cegadora, la música celestial, el miedo, la alucinatoria visión de lo divino.
El primer Angel le dijo que el niño lo había engendrado el Epiritu Santo y no ningún vecino, que estuviera tranquilo. El segundo, tras la extraña adoración de los pastores y de los Reyes venidos del Oriente, fue para decirle que andando, que hiciera las maletas y todos para Egipto hasta nuevo aviso. La última para mandarle volver porqué «ya habían muerto los que buscaban la vida del niño» , según el tenor de Mateo el evangelista.
!Vaya panorama !. Me imagino al hombre bueno y mayor, experto en lo cotidiano, gustador de vinos jóvenes y de las cosas bien hechas. Artesano consciente, enamorado de su joven mujer, deseoso de ella. Hombre de bien harto de los ángeles, de sus visitas y del descontrol en el que se había convertido su vida.
Gustavo Martín Garzo tiene una novela muy hermosa desde este planteamiento. Cuando termina Mozart enciendo la luz y voy a la estanteria para buscarla. Todavía leo un rato mientras noto que las figuritas se mueven y reclaman mi atención. ! Es Navidad !, dicen. Entonces me acuerdo. Todos los años les tengo que leer el cuento más hermoso jamás escrito : «Un recuerdo navideño» de Truman Capote.
Y así va pasando dulcemente el tiempo.
Sí, yo también me imagino a San José como muy, muy santo, aguantando el coñazo de los ángeles, todo el día enredando y trastocándole los planes…