librerías

Los sábados me doy una vuelta por las librerías. Son constumbres de cuando tenía tiempo y gustaba de pararme en los sitios por si pasaba algo en vez de ir de aquí para allá intentando provocar al mundo.

Lo que me gusta ahora de las librerías es ver como venden. En mi ciudad impar hay una grande y moderna – todo en el mejor sentido- que tiene los sábados unas colas enormes de gentes que esperan con su libros para pagar. Son las colas mas grandes que conozco. Mas largas que las de la pescaderías buenas, los grandes almacenes, los bares de copas, ya les digo. Yo me quedo allí por unos momentos viendo las pilas de libros de actualidad, los cartelones de las novedades, las cháchara de los vendedores, la soberbia de los compradores que citan sus pedidos como problemas de matemáticas para los chicos. A mí lo que me gusta es la gran cola, la venta, el hecho consumado de los libros. Ya se ha dicho alguna vez que el único libro que debe releer el editor es el libro de cuentas. Cierto.

Uno no puede, sin embargo, sustraerse a la intención de mirar, de fisgar lo que compran. Posturas vergonzosas para ver lo que lee la gente de la cola. Paso miedo. Ni siquiera los que leen se acercan a lo que leo. No encuentro nunca clientes que lleven » El gatopardo», «La marcha Radetzky» o » La montaña mágica», por ejemplo. Ustedes saben lo que llevan y yo voy pensando , cada vez con más frecuencia , en cerrar la tienda. Me viene a la cabeza un pequeño trozo de Roth:

» Todo lo que crecía, requería de mucho tiempo para crecer. Y todo lo que desaparecía necesitaba largo tiempo para ser olvidado. Todo lo que había existido dejaba huella tras de sí y entonces se vivía de recuerdos, como ahora se vive de la capacidad de olvidar rápida y decididamente».

Una tienda sin cola. Una tierra sin liebres. Una monada, suelen decir ellas.

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