Los gestos protegen nuestra salud mental colectiva. Configuran el pericardio de nuestros delicados corazones, donde habitan la identidad y la verguenza; la confianza y el miedo. Una especie de cocina del infierno donde resuena el rum rum secreto de nuestros guisos.
El señor que da la gracias cuando paramos ante un paso de cebra, el gordo lustroso que va comiéndose la barra de pan a pequeños pellizcos entre la panaderia y su casa, la joven delicada que nos regala un guiño de ojos cuando mas lo necesitamos, ofertando camaraderia en medio de la batalla entre lo sexos, los solitarios fumadores de puros y la gente que gusta de desayunar bien fuera casa, son algunos ejemplos de gestos que suponen barreras naturales a la crispación y accionan los mecanismos secretos del gozo.
En la medida en que los gestos se pierden nuestra tendencia natural es la de entregarnos en manos de los derechos. Los derechos son la otra cara de la moneda. Los derechos están regulados, nos hacen iguales ante ley, nos uniforman y nos ponen revindicativos. Nos suelen llevar hacia la protesta, mientras los gestos nos hablan de propuestas que hacemos a los otros.
Ya lo he dicho en alguna ocasión, para mi los libros son gestos amables que invitan, de paso, al rico territorio del silencio.