El mar en invierno tiene sol. Las gentes de buena mañana son corteses y no buscan sitio en la playa. Pasean, juegan al fútbol, van en bici. Los bares tienen tiempo y dan vermús con seltz muy frequistos y los taberneros tienen ánimo para glosar las banderillas de pepinillo que son una buena referencia gastronómica de quién se precie. Desde el club marítimo donde nos invitan a comer se ven pasar al lado las grandes velas y las traineras entrenando. En los paseos de vuelta a casa anochece sin prisas, con todos los colores disponibles, mientras las grandes cometas surcan el viento vespertino siempre mas vivo. Luego llega la calma y uno puede decidir entre un guisqui de caballeros o un helado de nostalgia. El mar en invierno tiene también su existencia. Una existencia que te deja atónito, sobre todo por lo que viene a demostrar nuestra torpeza para imaginar posibilidades, variantes, dobleces, riqueza.
Lo malo es que eso mismo nos pasa con las personas.
Es bueno admitir esto cuando a uno le llega el ansia por alejarse de las personas y entregarse al mundo de las cosas.
De los libros, hoy, mejor no hablo.
Lo malo es que eso mismo nos pasa con las personas.
Es bueno admitir esto cuando a uno le llega el ansia por alejarse de las personas y entregarse al mundo de las cosas.
De los libros, hoy, mejor no hablo.
Solo el sol desplaza la bruma en invierno. Luego, se sumerge en el mar haciendo que su luz se difumine para dar brillo a los peces. Cuando son pequeños tienen miedo de las olas, se asustan porque las ven muy grandes, pero luego crecen y saltan por encima de ellas sin ningún temor.