Por Laura Parellada. […] A. B. nos dice luego que ni a ella ni a sus hijos les gustan los animales, que nunca les han llamado la atención o que incluso les desagradan. No me puedo imaginar unos niños a los que no les gusten los animales. Entiendo que les den miedo, que un perro les haya mordido y rehúyan a todos los perros, que un gato les parezca sibilino o un caballo peligroso, pero no que no les llamen la atención, que no se quieran acercar, que sea un mundo con el que no se comunican. Me parece de otro planeta ese autismo hacia lo animal, siempre me llena de perplejidad. Hasta me llega a producir algo de desánimo. Creo que encierra una incapacidad, una tara —incluso entre los inteligentes— como el daltonismo, el no saber nadar o la agorafobia. No me sorprende que ese tipo de niños cuando crezca manifieste rasgos de indiferencia implacable, un algo feroz y despectivo aunque sea de modo solapado: carece de algo, de una elemental compasión que da el contacto con otro animal sabiéndose humano. No sé si esa compasión se puede aprender estando entre humanos, pudiera ser, pero las pocas personas que padecen esta circunstancia y que he conocido tenían una gelidez interna pavorosa.
La calidad del amor animal es de una materia rara, con la que el ser humano ha de confrontarse alguna vez, ha de asombrarse, dejar que le emocione.
Es un aprendizaje de humildad, también.
Algo similar dice un poema de Joaquín Araujo:
Si al animal miras
a los ojos y no te ves
eres tú la cosa y no él.