A primera hora, jugando al tenis en La Mata, uno de los sitios de poder que me han sido dados a conocer por el azar mas venturoso. Hay un hombre subido a una palmera, atado con una cincha y un machete grande con el que realiza su trabajo. Abajo una mujer le habla cariñosamente y va indicándole la tarea. Cada poco recoge lo que va cayendo y lo lleva en una carretilla hasta el contenedor. Al pasar nos da los buenos días y dice algo sobre la altura de la red y un revés cortado de la jugada anterior. Sonríe. Habla un inglés sin disimulos, sin mezclar ni una sola gracia en castellano. Siguen a lo suyo.
Volvemos a la hora de comer para cumplir el rito encantador de la invitación de Rodolfo, el guardián del paraiso. La pareja sigue cuatro o cinco palmeras mas allá de donde les dejamos. Cuando terminan se suman al café y nos cuentan que trabajan con los grandes árboles desde hace tres o cuatro años, que eran obreros de la construcción en Londres y que querían vivir en el sol del sur, un poco a su aire. Habla ella que es grande y musculosa y él, bajito y duro como un medio de melée, la mira con un cariño indisimulado.
» Unos fenómenos » , dice Rodolfo cuando se van. Los mejores. Se han hecho con todos los jardines y los setos. Trabajan como fieras y no dejan cabo suelto. Todo limpio y a su tiempo. Tienen tres pisos. Uno por año. Los mejores, son los mejores», concluye ensimismado.
Doy una calada honda al puro y pienso que son una pareja. Uno de los fenómenos mas hermosos de la vida social secuestrado por las vergonzantes series de la sobremesa apoyadas en guiones de asco y plateresco. A veces en novelas de éxito. Eso es lo que peor llevo.