Voy y vengo por el texto del Quijote como si estuviera en mi casa desde hace muchos años. Recuerdo que siempre fue así. Puedo dejarme mecer simplemente por el son de su prosa, emocionarme con pasajes que conozco casi de memoria, o dejar caer el libro sobre el pecho mientras entro en el pequeño sueño del lector, uno de los mas delicados placeres que conozco. Todos los agostos leo libro y la vida de Cervantes , ejemplar y heroica tal y como la vió Astrana Marín desde el seminario de Cuenca. Cervantes es para mí alguién de la familia. Alguién tan cercano que mas de una vez pienso en él y se me saltan las lágrimas. Literal.
No me sucede así con otros y he dejando constancia de mi intento. Me cuesta Yoyce, Faulkner, incluso Shakespeare si me salgo de los sonetos. No he podido nunca con Proust. Nunca es decir mas de 100 páginas de esfuerzo baldío y triste.
De pronto, por encanto, traginando con una vieja encuadernación de los premios Gongurt, me he dado de lleno con la obra mas descomunal que pueda soñarse. Estoy en sus páginas deseando no hacer nada más. Sesiones de cuatro y cinco horas. Tardes de domingo enteras como en los viejos tiempos. Estoy pensando en cogerme una excedencia pequeña pero no tengo dinero. Pienso que nos es posible leer en el autobus, ni en las salas de espera, ni en le campo. Para leer hay esto hay que haber leido, dejarlo todo y entrar en un viaje de un calado mayor que cualquier oferta de agencia, incluida Africa. Para leer a Proust he tenido que esperar paciente y sufrir mucho.
Quizás lo mejor de los libros son los no leidos. Esos que nos están esperando.