Leo con atención un artículo de Jonathan Franzen sobre el suicidio de un amigo y me choco con Robinson Crusoe a quien el autor dedica unas bellas páginas de literatura comparada. Voy hasta Steiner a ver si encuentro algo relacionado pero retorno al Robinson cuyo texto conozco mal, por decir algo. Voy y vengo por los libros, ya les digo, como quien anda por una finca que fuera suya desde tiempos.
Se ha dicho con frecuencia que en el listado de cosas que salva el famoso náufrago del buque encallado se encuentra el origen de la literatura. En estos catálogos se toma conciencia de que cada persona podría elaborar el suyo, la lista de defensa que ha ido construyendo frente a las ofensas de la vida.
Mi catálogo preferido se encuentra en el pequeño nacimiento que tengo iluminado esta joven mañana de Reyes mientras cumplo con al grata tarea de darles noticia de mis andanzas.
Tiene mi belén arena de dos desiertos, un folio con el relato de Lucas escrito en mayúsculas muy pulcras y fechado en 1989, una figura que compró mi padre en la Plaza Mayor de Madrid en 1951, un burrito muy aparente cargado de leña que me han regalado este año, dos tipos de casitas, unas de la parte alta de San Antón en Cuenca y otras de la zona de Mojácar, Sierra Cabrera, Cortijo Grande. Un niño Jesús con la cabeza pegada por un accidente de traslados, muchos patos, gallinas y conejos; unas luces buenísimas que compré en un chino con varias cadencias que he fijado en una que se apaga y enciende lentamente iluminando el paso de la noche hasta llegar a la aurora, el alba y el amanecer. Y un tigre.
Veo mi nacimiento y me doy cuenta de la importancia máxima de ser depositario de un secreto.