Uno de los peores momentos para el editor resulta ser la entrega de los libros. Quieras que no el editor comienza a ver que no se ha cortado bien, que los colofones machan mucho, que el libro se ha ido de páginas, que está cargado de recursos, que se ha resistido a las mejoras que uno ha intentado aportarle. Que va a lo suyo, vamos. Y el editor sabe que es un libro bonito. Muy bonito, si fuera de otro. Tiene una cubierta llena de vida y un tacto amigable que invita a hacerle tuyo, llenarse del texto limpio que esconde. Noticias de Africa. Uno de los sitios del mundo donde aún puede verse lo saludable en estado puro. Eso si, cercado por el maligno; el enemigo que nadie reconoce.
En esos momentos lo mejor es hacer ejercicios de profundidad y dejarse de remilgos: retomar la conciencia de que uno hace libros porque se divierte mucho, para que sus amigos le quieran más, para hacer regates a la muerte, para no pensar en el tiempo que falta para ir a Mojácar, o para hacerse una idea de la belleza del mundo. Como recordaba Zobel, el pintor, para no olvidar que en japonés belleza y orden se nombran con la misma palabra.
El orden profundo de las cosas. Eso que vive en mi, sin mi.