17 de noviembre de 2021

Hasta casi el último día de la vida del pobre artista, sus familiares viven temiendo que aparezca algún francés a reivindicar, y para todo el mundo, lo genial que es esa criatura que los ha avergonzado tanto.
Al menos ese era un divertido tópico de mediados del siglo XX. No sé si ahora seguirán teniendo tanto poder los franceses, tanto prestigio para encumbrar. Me temo que no.

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Me acuerdo con frecuencia de lo que respondió Billy Wilder cuando le preguntaron cómo pudo prever lo que pasaría con Alemania y toda Europa; cómo pudo ser tan pesimista o negativo en fechas tan tempranas y se marchase a América cuando aún no parecía que el nazismo fuera a ser peligroso:
« —Los pesimistas acabamos en Hollywood; los optimistas, en Auschwitz».
(Más o menos)
Me sale al paso unas cuantas veces al día cuando veo lo que opina la gente de mi maltratado país, y cómo los desastres no solo no se ven venir sino que se aplauden y aceleran.

El taller de escritura me convence cada vez más de que es dificilísimo enseñar a leer, y que de ahí viene todo el problema. Me refiero, claro está, a algo más que a interpretar los signos y ser capaz de convertirlos en voz.

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El Paraíso de la Divina comedia también era dantesco.

¿Qué idea tendrá la gente de ofrecer ayuda o como mínimo una información útil? Pregunto en guasap a varios grupos si saben de alguien de confianza en el cuidado de ancianos, para una amiga que tiene a sus padres mal; aparte de que suele haber alguien que se molesta en poner un mensaje diciendo “no sé de nadie” (¿?) —al que dan ganas de contestar: «vale, no era necesario, el silencio es elocuente»—, me surgen contestaciones como «El de la churrería El castillo, que es amigo de mi familia nos dijo que estaba muy contento de cómo había cuidado a sus padres un señor, por si te interesa». ¿Qué pretenderán que haga con tal información? ¿Qué recorra las churrerías que se llaman así —hay dos, que sepa— y que pregunte como una boba «quien es el señor que ha dicho que a sus padres los cuidó muy bien otro señor que tampoco sé quién es ni cómo se llama»? ¿No será más lógico que la persona que me envía tal información, por decir algo, si no le cuesta mucho se pasara por allí o llamara por teléfono —de lo que no tiene obligación alguna— y le pregunte a su conocido los datos del cuidador y luego me los comunique? Por adelantar algo, vamos, y dar a la gente algo que sirva para algo, valga la redundancia.
Por cierto que la ingenuidad de la contestación del «no sé de nadie» me recuerda a esos mensajes que a veces se ponen entre las bibliotecas de la red cuando se ha perdido algún libro y se solicita que se compruebe en las estanterías de todos los centros, por si estuviera en alguna por error; siempre hay alguien que dice «aquí no». ¿Contestarán también a los anuncios en la prensa o a los pasquines de las farolas que anuncian que se ha perdido algún anciano un poco ido o algún gato parrandero diciendo «en mi casa no está» o «yo no lo he visto»?
También es cierto que hay algo que nos impele a contestar en ese tipo de anuncios; sentimos una especie de impotencia pequeña de no poder hacerlo, pero la contenemos porque no podemos responder en el sentido que necesitan.

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Me pregunto a veces cómo será eso de estar en los faros de la costa —esos faros que están al nivel del mar, entre las rocas, no en lo alto de acantilados— durante una tormenta; desafiantes en su solidez de piedra a todos los embates de un mar embravecido. En Bretaña existen todavía un par de ellos, creo, con un par de siglos en sus cimientos. Hay fotografías en las que la ola gigante llega hasta las ventanillas de cristal de la linterna. Son aterradoras.

Me pregunto al verlas si sería capaz de estar allí durante una tempestad (no me quedaría más remedio si comenzara cuando ya estuviese allí), y si tal experiencia conseguiría borrar de una vez las pesadillas frecuentes que me asaltan en las que una ola enorme se lo lleva todo, deja el entorno sumergido, silente, perdido durante unos angustiosos segundos en que aún está a la vista, bajo la transparencia del agua. Si eso sería el revulsivo real que disolviera miedos fantasmales.
No lo sé. Me imagino en el suelo, de rodillas, los oídos tapados con las manos: en pánico.