Dice García-Maíquez en El pábilo vacilante: «Cuando murió mi madre, sentí que me dejaban mi memoria en las manos, que todo mi pasado dependía ya de mí. (…) Me falta experiencia en el trato con el pasado».
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Desde algún punto de análisis de big data me envían al móvil noticias supuestamente referidas a cosas que yo suelo mirar en internet (a veces resulta que sí y otras no); son noticias en píldoras, generalmente absurdas y con una sintaxis tan atroz que dan ganas de escribir a los “ponentes”, ganas que se diluyen en seguida, malestares de unos pocos segundos pero que van cargando, como la gota malaya, y titulares que son en sí asombros involuntarios, greguerías de la ociosidad, fiestas del ridículo:
¿Por qué la Gioconda del Louvre sonríe y la del Prado no?
¿Sirve para algo aprender sintaxis, morfología o semántica?
Cómo ahuyentar a los gatos rápidamente con una palabra.
¿Por qué tendríamos que dejar de planchar?
Eso, solo hoy. Los ha habido más desconcertantes, pero siempre me digo que voy a apuntarlo y luego se pasa el momento el día la vida y uno no ha hecho lo que apuntó mentalmente, solo mentalmente.
He recordado hoy la casa inmensa (me pareció inmensa) de una amiga de la infancia, hija de un profesor del Lourdes, una chica que creo que ahora es médico en Madrid, y a la que no he vuelto a ver. Esa casa de la calle Colmenares que ahora es un hotel de lujo. Atisbé una vez su pasillo, en la infancia, y no se me ha olvidado lo interminable que me pareció, lo generoso, lo amplio y prometedor de sucesivos grandes espacios a los que no llegué a pasar; y eso que el pasillo de mi antigua casa también era largo. Seguro que si viera hoy aquella casa de M. (imposible, ya no existe) no me parecería tan interminable (o sí, por la pequeñez miserable de las casas modernas). El caso es que creo que esas imágenes que se quedan grabadas en la infancia, esas fascinaciones instantáneas, permanecen en el cerebro y afloran indebidamente en los sueños, en esa hormigonera que da vueltas a nuestras impresiones y las mezcla y destroza, pero al tiempo las hace eternas (lo que dura nuestra vida, vamos) y aún cuarenta años después sigue haciendo con ellas lo que le da la gana. Como hoy, que he soñado que en la casa de mis tíos Teo y Pili nos alojábamos un grupo de jóvenes amigas bullangueras (no sabría decir quiénes), y la casa era, como suele ser en lo onírico, enorme y desparramada, y las chicas lo pasaban muy bien ahí porque hacían reuniones con mi tío y sacaban guitarras y todo era muy naif y grato y tal, pero yo pasaba cierto apuro de haberlas llevado allí, a tantas, aunque al poco rato mi tío, que era tan serio y poco dado a excentricidades —salvo a la de haber sido torero de joven—, era de repente Salvador Dalí, y a mí me daba mucha satisfacción por dentro, un orgullo caliente y vanidoso, que mis amigas se enterasen de que Salvador Dalí era mi tío, menuda bomba, y de inmediato surgía cierta angustia porque en aquella casa, que naturalmente seguía siendo la de mis tíos, no había un solo cuadro que pudiera probarlo, vaya por Dios, y allí estaba mi tío, con la cara de Dalí de viejo, arrugado y de rareza autista, con el aspecto del pintor en sus últimos años y ni una sola obra para probar que era él. Qué mal rato.
Quizá es que éramos un poco fraude, no sé de qué lado de la realidad —allí, aquí—, o yo me siento en un fraude perpetuo en el que no avanzo.
(Dalí con el aspecto de la entrevista de Soler Serrano, que había visto hace poco, estúpido y siempre actoral en cuanto había una cámara; dicen que tan pronto como desaparecían los periodistas hablaba como un señor mayor cualquiera).
Termino de leer por segunda vez El nabab, de Daudet, disfrutando su lenguaje exuberante, excesivo, y el curioso vocabulario de la traducción de Sardá, de 1882 (un ejemplar profusamente decorado, con solera, que pronto tendrá sus buenos 150 años). Me llama ahora la atención el pasaje en que Monpavon, antiguo galán y hombre de mundo, se dirige a unos baños públicos, a consumar su suicidio. El paseo que da por París, los pensamientos que le asaltan, sus sucesivas despedidas de todo lo que va viendo, su irónica entereza, me han recordado esos versos de Borges en los que el protagonista se va a matar, ha tomado ya la decisión, y sabe que la broma que gasta a un amigo ese último día será recordada como una anécdota entre su círculo unos cuantos años después (protagonista en parte él y en cierto modo hecho biográfico; en parte no, con toda la cautela que haya que darle a un caso así y lo poco que en el fondo sabemos y sabremos). Hay paralelismos evidentes: el agua, el lugar apartado, el lavatorio, el dandismo, lo que sabe que perdurará y lleva a cabo como en una rúbrica final. Varía el arma, más creíble la del poema de Borges, ya que la de Monpavon exige un considerable esfuerzo y es menos “limpia” (se raja el cuello con dos navajazos; cuánta sangre fría para empaparse de la propia sangre ardiente). El paseo por París de este hombre es quizá uno de los mejores pasajes de esta novela, que los tiene muy buenos; el hecho de encontrarse, por ejemplo, con la bella señora Jenkins al azar, y lamentar que dejará de ver mujeres tan hermosas y bien vestidas en las animadas calles elegantes, sin saber que ella se dirige también hacia su propia muerte, desesperada; muerte esta última, la de ella, que no llegará a producirse por humanas y compasivas razones. Monpavon se cruza también con un antiguo exsenador y exministro que acaba de salir de presidio, hecho un guiñapo, y eso acrecienta su resolución de matarse, antes de pasar por un destino similar.
El paralelismo es llamativo.
En Borges es un supuesto “otro”:
(…)Ya sabe cuántas noches y cuántas mañanas le faltan.
Su voluntad le ha impuesto una disciplina precisa. Hará determinados actos, cruzará previstas esquinas, tocará un árbol o una reja, para que el porvenir sea tan irrevocable como el pasado.
Obra de esa manera para que el hecho que desea y que teme no sea otra cosa que el término final de una serie.
Camina por la calle 49; piensa que nunca atravesará tal o cual zaguán lateral.
Sin que lo sospecharan, se ha despedido ya de muchos amigos.
Piensa lo que nunca sabrá, si el día siguiente será un día de lluvia.
Se cruza con un conocido y le hace una broma. Sabe que este episodio será, durante algún tiempo, una anécdota.
Ahora es invulnerable como los muertos.
En la hora fijada, subirá por unos escalones de mármol. (Esto perdurará en la memoria de otros.)
Bajará al lavatorio; en el piso ajedrezado el agua borrará muy pronto la sangre. (…)
En Daudet es un personaje más de una novela llena de ellos:
«El señor de Monpavon camina hacia la muerte. Camina a ella por la larga línea de los bulevares del lado de la Magdalena, encendidos por la luz poniente, y cuyo elástico asfalto huella por última vez, como paseante en corte, la nariz al aire, las manos cruzadas por detrás. El tiempo le sobra, nada le apremia, es árbitro de la cita. A cada paso sonríe a algún conocido, hace algún pequeño saludo de protección con la punta de los dedos, o el sombrerazo consabido. Todo le encanta, todo le hechiza; el rumor de los carros de riego, de las persianas levantadas en las puertas de los cafés los cuales se derraman hasta el centro de las aceras. La muerte vecina depura sus sentidos como los de un convaleciente, los hace accesibles a todas las delicadezas, a toda la oculta poesía de una hora de verano llovida en plena vida parisiense, hermosa hora que será su última y que quisiera prolongar hasta la noche. (…) y el viejo refinado, el hombre de buen tono quería ahorrarse aquella vergüenza, sumirse, hundirse en la vaguedad innominada de un suicida, a la manera de los soldados que al día siguiente de las grandes batallas, ni vivos, ni heridos, ni muertos, se clasifican con el título de desaparecidos. Por eso ha cuidado de no llevar encima cosa alguna que pudiese darle a conocer, suministrar datos precisos a las indagaciones de la policía, por eso busca en el inmenso París la zona apartada y perdida donde empezará para él la terrible pero consoladora confusión de la fosa común».
Creo que es de los pocos fragmentos en que Daudet se permite un cierto lirismo, pues en la toda novela demuestra una pluma más bien cínica.