Leo a Daudet (El Nabab, segunda vez) para evadirme, para alucinarme; para sostenerme en esa verborrea magnífica, sumergirme en esa época que no es la mía pero que se le parece en tantas cosas, para disfrutar de las ambientaciones (como muchas veces hago en el cine) y regresar de todo eso en un mareo descolocado y aturdido. Daudet no me da ganas de escribir; en realidad, si tuviera que juzgar por sus efectos, no es exactamente aconsejable para eso: me seca. En cambio, cojo el libro de García-Maíquez y deseo ponerme a escribir a cada línea.
Deseo contestarle, hablar con él, más exactamente; o entrar en ese juego literario de las influencias y las apostillas «Plagiar requiere mucha lectura, mucha memoria; hay que saber dónde están las cosas. Ahora todo el mundo es original porque no sabe nada de nada», dice.