Todos hacemos lo mismo.
Es la sensación que tengo muy frecuentemente. Leo hoy en la prensa fragmentos del diario de Escohotado, leí los de Uriarte, los de Maíquez, incluso los de amigos como Rosa y Pedro, y más atrás en el tiempo pero no muy diferentes, los de Daudet, en sus Recuerdos de un hombre de letras: he leído muchos, muchos diarios. Y literatura aforística, que es una especie de diario quintaesenciado y esquelético, duro. Todos hacemos lo mismo —o lo intentamos— independientemente de la calidad; hablo de la pulsión; miles de personas en sus casa relatando sus vidas y sus comentarios a diestro y siniestro, como si le importaran a alguien, como si fueran a ser leídos. Cierto que algunos lo han sido, pero voy al meollo de que eso no se sabe cuando se escriben (muy pocos se redactan en la seguridad de su publicación), y en la inmensa mayoría de los casos no serán leídos por nadie, absolutamente nadie. Y ahí estamos, tecleando o arañando el papel, cada uno en su casa, y dan ganas de morirse.
A este paso va a ser verdad lo de María Zambrano: «Escribir es defender la soledad en la que vivo».
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«No, estoy muy cansado, me iré ya al hotel» dice el protagonista de El filo de la navaja, Tyrone Power, y siempre que oigo algo así en una película (sobre todo en el cine) me entra un cansancio enorme y unánime con el sugerido cansancio del actor, me sugestiona, supongo que por influencia de cientos de viajes en que los hoteles eran el descanso final de días agotadores, porque los viajes se camina muchísimo, y parece mentira cuando al final de la tarde se rememora todo el recorrido que se ha hecho. O bien se llega a ese hotel con el cuerpo rendido de una mala postura en tren o avión y lo único que se desea en momentos así es esa cama tersa y blanca (afortunadamente todas son blanquísimas, pasado aquel trastorno transitorio de las sábanas de color) y esa habitación por lo general silenciosa, casi hermética de puro bien aislada. A mí al menos me entra una melancolía de mil viajes realizados hace tiempo. Hotel, dulce hotel, a veces más deseado que la propia casa.
Con cierta frecuencia pienso en algunos excéntricos (y ricos) que se fueron los últimos años de su vida a vivir a un hotel y creo que no tomaron una mala decisión.